
Roberto Paciencia dice que es inocente, como la mayoría de los presos. La diferencia con este tsolsil recluido desde julio pasado en San Cristobal de las Casas, Chiapas, es que forma parte de un complicado grupo al que las debilidades institucionales del país golpea con todas sus fuerzas: es pobre, indígena y acusado por un sistema de justicia turbio y opaco.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos cuenta poco más de 8,000; la mitad, concentrados en los estados de Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Puebla y Veracruz, pero también los hay en plena capital mexicana, en Chihuahua, Coahuila, Aguascalientes y Nuevo León.
Están acusados de homicidio, lesiones, daño patrimonial, despojo, violación, estupro, hostigamiento sexual, portación de armas de fuego y delitos contra la salud.
Tzolziles, tzeltales, nahuas, zapotecos, nahuas y mayas que llegaron a las cárceles sin un debido proceso, detenidos sin órdenes de aprehensión, confesos bajo presuntas torturas y sin abogado o perito traductor a su lengua nativa a pesar de que no dominan el español o apenas entienden algunas palabras.
Ese es Paciencia, un chofer de transporte originario de la comunidad de Majopepentic a quien la Policía Estatal Preventiva chiapaneca detuvo en la calle acusado de secuestrar a dos personas el 18 de mayo de 2013.
“Me hicieron firmar por un delito que no cometí”, afirma en una carta pública difundida por la organización civil no gubernamental Sipaz.